viernes, 3 de septiembre de 2010

Nota de color

La consigna: escribir una nota de color sobre la institución o algunos de sus aspectos.
A continuación, algunos de los trabajos logrados.


La hora feliz

POR DAIANA GARCIA
Entre corridas desesperadas y con una sensación de vacío en el estómago se suele llegar al punto de encuentro. Allí se exhiben los objetos más deseados de la noche, que algunos observan con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.
Luego de varias horas de estudio, nadie puede resistirse a las apetitosas golosinas que descansan sobre las estanterías del buffet. A ellas, las más deseadas por todos, se puede acceder por unos pocos pesos, si primero se logra superar la larga fila de personas que esperan su turno para ser atendidas.
Alejados de los ansiosos que todavía no pudieron pasar por la caja están los afortunados que ya obtuvieron su objeto de deseo. Sentados en mesas de a seis, entre medialunas y café con leche, disfrutan de entretenidas conversaciones. La llegada de los exámenes finales, las características físicas de los profesores y las tareas sin cumplir son los temas recurrentes de todos los días.
Es también allí donde, entre pizzas y sándwiches, los alumnos, como peces en el agua, se escabullen en busca de amoríos por los pasillos del instituto, al mismo tiempo que, por las noches, también lo hacen en el universo de sus sueños rotos.
Minutos antes de las 21 se aproxima el horario tan temido por aquellos que saben que, si no logran llegar a tiempo, quizá desaprovechen la única chance de poder degustar eso que tanto anhelan.
Llegar a tiempo antes del cierre les ayudará a mantenerse atentos en las siguientes clases, mientras esperan que ese buen profesor que los aguarda en el aula también haya tenido tiempo para pasar por el buffet y no se haya quedado con la corrección de alguna tarea olvidada. Es que no quieren someterse a la ansiedad de un buen banquete por parte del educador. Como dice el dicho: panza llena corazón contento.

miércoles, 23 de junio de 2010

Mundial y mucho más


Un milagro argentino en Polokwane

Por Ezequiel Fernández Moores.
Publicado en el diario La Nación el 23 de junio de 2010

POLOKWANE.-"Lo malo de las victorias es que no son definitivas. Lo bueno de las derrotas es que tampoco son definitivas". La frase pertenece al escritor portugués José Saramago, fallecido en estos días mundialistas, como Jorge Luis Borges, que murió en pleno México 86. El ex crack portugués Luis Figo cuenta que la frase de Saramago le sirvió mucho durante su carrera. ¿Le sirve hoy a la Argentina de Diego Maradona? Las victorias en primera rueda de Sudáfrica 2010, es cierto, seguirán sin ser definitivas. Las derrotas sí. Una derrota, de ahora en más, obligará volver a casa. De poco importará lo bueno que se pueda haber hecho contra Nigeria, Corea y Grecia.
La selección portuguesa de Cristiano Ronaldo homenajeó a Saramago jugando el lunes con brazalete negro. Aplastó 7-0 a Corea del Norte, la única selección del Mundial que viene de un país comunista. Saramago era comunista, pero demócrata. Tal vez sonrió con una vieja ironía de Jean Luc Godard. El cineasta francés dijo una vez que el comunismo sólo existió en dos tiempos de cuarenta y cinco minutos. Cuando la maravillosa orquesta húngara de Ferenc Puskas dio una lección de fútbol colectivo a Inglaterra. Fue en Wembley 1953. Irrepetible en Sudáfrica 2010, donde sobran equipos y faltan jugadores. Lo que llega a Sudáfrica son sólo los restos que dejan los clubes. No deja siquiera lugar para los milagros. Cuentan que una tarde, en el Estadio da Luz, Saramago, que era ateo, se asombró al ver que muchos a su alrededor se persignaban o miraban rogando al cielo. "Yo también espero todos los días una señal de Dios. Una lástima que no la encuentro". México, próximo rival de Argentina, también lloró en pleno Mundial de Sudáfrica la muerte de uno de sus mejores escritores, Carlos Monsiváis. Una vez, cuenta su compatriota Juan Villoro, a Monsiváis le preguntaron sobre la "atávica incapacidad" del fútbol mexicano de "solventar la pena máxima", una posibilidad que bien podría suceder este domingo en el Soccer City. Monsiváis, creyendo que le preguntaban por los problemas en las cárceles, respondió: "Hay demasiado hacinamiento y eso provoca motines".
Monsiváis odiaba el fútbol, igual que Borges, que dio una conferencia en el Teatro San Martín en el momento en que comenzaba el Mundial 78. "Juan Villoro ha dicho que Dios es una pelota. En este caso específico -decia Monsiváis- soy ateo". Villoro, efectivamente, escribió un libro formidable llamado "Dios es redondo". Con el argentino Martín Caparrós, autor de "Boquita", escriben estos días en la página web de Letras Vivas un blog sobre el Mundial. El intercambio sube de temperatura ahora que la Argentina y México volverán a enfrentarse, igual que en Alemania 2006. "La diosa Fortuna -me dice Villoro desde el DF- fue cruel y sitió el partido de Argentina después de nuestra derrota. Fue como ver al verdugo afilar sus armas. Creo que no hay nada qué hacer. Nuestros mejores apoyos son la Virgen de Guadalupe o un psicoanálisis lacaniano exprés para vencer el complejo de enfrentar a una Argentina claramente superior. Eso sí, caeremos jugando bien y con frases célebres de los cronistas". Villoro me cuenta que siguió la jornada mundialista en su casa, "oyendo a los gritones de la televisión nacional". Tiene vecinos uruguayos. "No nos une el amor -me dice- sino el espanto... de enfrentar a la Argentina". En su casa de Montevideo, Eduardo Galeano, autor de "Fútbol a sol y sombra", colgó en la puerta un cartel que dice "CERRADO POR FUTBOL". "No lo descolgaré hasta el último minuto del último día. Helena (su esposa) y yo vimos TODOS los partidos. Ella es atea de nacimiento, pero yo tuve infancia muy católica, y algo de eso queda", me cuenta antes del partido contra México. Caparrós siguió el triunfo de la Argentina ante Grecia en el mejor hotel de Arúa, que tiene diez habitaciones, a 15 dólares la cama y carece de luz desde la medianoche. Arúa es un pueblo de Uganda, en la frontera con Sudán y el Congo. Pantalla gigante, seis mesas de plástico y cuatro acompañantes mudos. Tal vez fue mejor así. En el Ellis Park, cuando hace unos días Corea del Sur amagaba con el empate y todos sufríamos, un hincha argentino lo reconoció y le preguntó: "¿Caparrós, usted cree que si Argentina gana el Mundial el gobierno aprovechará para usarlo políticamente?"
Ya no existe chance de utilización política para los sudafricanos. Tampoco para África, que justo en el primer Mundial en su tierra juega peor que nunca. En su despedida a Saramago, la vicepresidenta de España, María Teresa Fernández de la Vega, dijo que el Nobel portugués "soñó una tierra libre, un mundo en el que los fuertes sean más justos y los justos más fuertes". El fútbol se parece a la vida. Tampoco tiene justicia. "En cada partido -dice Villoro- los futbolistas juegan a ser dioses y el árbitro a ser hombre. Ningún otro deporte tiene un sistema de justicia tan endeble, es decir tan parecido a la vida". Caparrós habla del fútbol, y más aún de los Mundiales, como su "espacio de salvajería feliz". Villoro se pregunta si "tiene caso que suspendamos la respiración, el matrimonio y el trabajo a favor de lo que pasa en la cancha y define al fútbol como una "vuelta a la infancia donde cada juego es eterno y no admite más reglas que su propia duración". ¿Cuál será, para nosotros, la duración de Sudáfrica 2010? " ¿Pasaremos los cuartos de final? ¿O nos pasará como en Alemania, otra vez el equipo más bonito de la primera fase, pero eliminados en cuartos de final, para que la Copa quede en manos de equipos supuestamente más "serios", como el Brasil de Dunga? ¿Será Sudáfrica 2010, como por momentos amaga, un Mundial "made in José Mourinho", sin ideología, puro pragmatismo?
"¿A quién le importa el Mundial?" La pregunta, que bien podrían haber hecho, si vivieran, Borges o Monsiváis, la hizo hace unos días en un festival de literatura en Inglaterra Nadine Gordiner, premio Nobel de Sudáfrica. Los asistentes estallaron en aplausos. Tampoco le interesa el Mundial a JM Coetzee, el otro premio Nobel sudafricano. Cuando escribió "Esperando a los bárbaros" Coetzee no lo hizo pensando en la FIFA o en los barras argentinos. Borges decía que "el fútbol es popular porque la estupidez es popular". Y agregaba: "El fútbol es uno de los mayores crímenes de Inglaterra". Murió ocho días antes de La Mano de Dios. Me di cuenta cuando vi su rostro en un televisor mudo del centro de prensa del Mundial de México. Como Bustos Domecq, seudónimo que compartió con Adolfo Bioy Casares, Borges, que prefería las riñas de gallos al fútbol, llegó a imaginarse en un cuento que ya no hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores. "¿Nunca lo llevo a maliciar que todo es patraña?" Se pregunta Galeano en su libro "En qué se parece el fútbol a Dios". Y responde: "En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales". Sudáfrica 2010 construyó estadios que no serán demolidos, pero que tal vez serán inútiles tras el Mundial. "¿Cómo se pueden construir estadios tan lujosos en medio de un océano de pobreza?", se preguntó Cissie Gool en un debate que intelectuales sudafricanos celebraron en mayo pasado. El de Polokwane, al menos, fue testigo anoche de la nueva hazaña de Palermo. El fútbol argentino precisa alimentarse de los mitos. Polokwane parecía anoche la Bombonera. Pero no tenemos mito mayor, se sabe, que el de Maradona. "Los que dudábamos de la condición divina de Maradona -escribió hace unos días el periodista John Carlin- nos estamos viendo obligados a cuestionar nuestro agnosticismo". Ateos, agnósticos y creyentes, intelectuales y simples hinchas, tal vez coincidan que, al menos en tiempos de Mundial, Palermo es un milagro argentino en Polokwane. Ojalá no sea el último.

martes, 8 de junio de 2010

Día del periodista II


Un día en la vida de un diario

Por Jorge Fernández Díaz
Pubicado en el diario La Nación el 7 de junio de 2006, con motivo del Día del periodista

A esta hora, hay un periodista buscando una primicia. La busca por los oscuros pasillos de Comodoro Py. Sabe que el secretario de un juez tal vez le filtre hoy ese expediente secreto y sueña con llevarlo a la redacción y con ganarse un titular en la portada. Se llama Gabriel, es flaco como una astilla, y es también nuestro hombre en el Poder Judicial.
A esta misma hora, hay un periodista que bosteza. Se levantó muy temprano, llegó a la redacción vacía y se colocó frente a los diarios y a la computadora. Estuvo radiografiando las informaciones, midiendo nuestros aciertos y nuestros errores frente a la competencia. Está revisando ahora mismo los cables de las agencias noticiosas, escuchando las radios de la mañana y viendo la televisión. En dos horas, le pedirá a un ordenanza que toque un triángulo sonoro, encabezará la reunión de blanco y tomará nota de lo que cada editor le propone. Les pedirá, a su vez, que cubran de determinada forma cada acontecimiento, les sugerirá una foto, una columna, un dato estadístico. Se llama Claudio, y es nuestro jefe de noticias.
A esta hora, hay un editor que se apura. Debe llegar a tiempo a esa reunión, informar las novedades del día y contar cómo piensa cubrirlas. Luego tiene un almuerzo pendiente. Lo esperan dos políticos escondedores que intentarán manipularlo, pero el editor jugará un rato con ellos, los rodeará, arrojará al cesto los frutos falsos que le ofertan y les extirpará la verdad que ocultan entre plato y plato. Se llama Alejandro, y es el segundo jefe de Política.
Alrededor de las tres, hay una redactora en la calle. Marcha entre piqueteros enmascarados y toma nota de los estropicios. A diez cuadras, una colega toma café con un economista y ojea el superávit y la inflación en tres o cuatro planillas febriles. Una tercera redactora, veinte cuadras al Sur, en la Reserva Ecológica, intenta que una actriz sonría mientras posa en bikini para un reportaje de la revista dominical.
A las cinco, hay cien redactores tecleando silenciosamente las historias de este día. Sus editores diseñan las páginas y discuten los centímetros sobre el papel de pauta. Se lamentan porque nada entra, todo se pierde y porque hay que tomar decisiones dolorosas. Se edita con lo que se publica y también con lo que se desecha. El diario es como un monstruo gigantesco que se mueve y regurgita. Está tramando algo. Trama atrapar al lector de la mañana siguiente. Trama tomarlo de las solapas y conducirlo por imágenes y textos, historias, pesadillas y sueños. Trama despertarlo con sus mejores galas y desayunarlo con sorpresas, con reflexiones, con informaciones asombrosas, con tristes realidades, con emociones violentas.
A las seis, hay un grupo de periodistas que se reúne a puertas cerradas. Son veinte, entre editores y secretarios de redacción. La flor y nata. El secretario general, en el centro, les pide explicaciones. Cada uno va ofreciendo lo mejor que tiene. Es una competencia para tener un lugar en la tapa. Sus voces son formales y nerviosas, llegó el momento de la verdad. Una nueva vacuna contra el sida, una final de tenis, una suba en los precios de la soja, una frase destellante de un político, un espectáculo teatral que viene de afuera, un terremoto lejano, una revuelta política. Al final de la ronda se apagan las luces de la sala de blanco, el editor fotográfico enciende el proyector y los periodistas enmudecen para ver las cincuenta imágenes de la jornada. Esos veinte hombres y mujeres, entrenados en cientos de batallas y con las cicatrices que la profesión imprime invariablemente en el alma de cada uno, examinan entonces esas fotos sangrientas o curiosas o simplemente estúpidas que vienen de países lejanos y de rincones ocultos de la Argentina. La vuelta al mundo en cincuenta cuadros. No pasa un día sin que la muestra se salpique de sangre, cadáveres, humo y metralla. Los veteranos gruñen, o hacen alguna broma de cirujano, pero están obligados a dominar sus sentimientos y a olvidar de inmediato lo que han visto, puesto que la gran mayoría de esa cruda exposición resulta impublicable. Cerca de las siete de la tarde, las luces vuelven a encenderse y hay que dibujar la portada. Hay discusiones y voces superpuestas, marchas y contramarchas, y todos salen luego en busca de un café de máquina o de un cigarrillo apurado.
Avanza entonces la noche, como avanza un barco en la niebla.
Todos hablan a la vez en la redacción repleta. Algunos lo hacen por teléfono. Se escuchan frases sueltas, pedazos de vida:
"¿Puedo afirmar que le pedirán la renuncia?"
"Mamá, ¿podés pasar a buscar a la nena por el colegio? Tengo nota y otra vez voy a llegar tarde." "Dale solamente dos columnas."
"Dicen que la ministra impulsa la baja de las tasas, ¿qué hay de cierto? A mí decime la verdad."
"¿Me venís con las expensas? Yo escribiendo el Watergate, ¿y vos me venís con las expensas?"
"¿Estás en Roma? Dejá todo y viajá a Siria."
"¿En qué quedamos: son dos o tres los muertos?"
"Apurate que nos come el león."
"¿Me manda una docena de facturas y media de churros? ¿Trabajan con tickets?"
"No entendiste la nota. Cambiá el foco. Tenés diez minutos, baby. O nos lleva el tren."
"¿Podemos afirmar esto sin que nos quemen vivos?"
"Andate a casa". "No me voy porque en casa me aburro."
"Faltan fuentes, faltan fuentes. Llamá al Gobierno y a la Corte. ¡Despertá a quién sea!"
"Ese título no entra. ¡Dios! No entra nada."
"Nos comió el león. ¡Nos comió!"
A las nueve, hay un redactor que transpira. Tiene su nota abierta y busca confirmar un dato. Su situación es desesperante. Corre contra el reloj del cierre y de la vida. Es un dato pequeño, pero si falla en ese dato la noticia entera se viene abajo como un castillo de naipes. Se arrastra por ese dato chiquito y, cuando lo consigue, respira. Lo hace con alivio, sin triunfalismos. Sabiendo que cada día todo vuelve a empezar.
A las diez, hay siete locos alrededor de una página. Es la portada del diario, y cada error puede ser una puñalada. Se discuten las fuentes, los tonos, los tamaños, los colores, las palabras, los matices, los verbos, las fotos, las grafías, las ideologías, las frivolidades. Se discute todo mientras se va armando como un rompecabezas. Están llegando ya las otras páginas compuestas, y cada secretario se ha vuelto un detector de errores, un sabueso impiadoso que duda de todo, que da vuelta páginas, notas y títulos, que exaspera a redactores, correctores y diseñadores de planta.
A las once quedan unos pocos náufragos a los que el agua les ha llegado al cuello. Nadan contra la corriente final, que a veces es como nadar vestido de frac en el mar abierto. Hay miradas nerviosas. "Vamos, vamos. ¿Se acaba? ¿Se acabó? ¡Se acabó!"
Son las doce, hay un periodista de guardia. Está sólo en la redacción sucia. La redacción parece, a esa hora, una cancha de fútbol después de un clásico. Hay papeles por el piso y recortes de diarios por todos lados, y un silencio nuevo, como de muerte. Todo está vacío, menos ese periodista que revisa los cables y le ruega a Dios que no pase nada. Porque si pasa algo, si hay una toma de rehenes, o regresa el tsunami, va a tener que levantarse y hacer una segunda edición, o parar las rotativas.
-Sueño con gritar alguna vez: ¡Paren las rotativas! -le dice un joven cronista que trabaja en la edición online.
-Vos dejá de soñar, que los gastos los pago yo, nene -le responde el guardián, que juega al solitario con las imágenes de Crónica TV y con los últimos despachos de Reuters. Y que tiene más cicatrices que el capitán Ahab.
Cuando faltan sesenta mil ejemplares, es decir, cuando ya no puede pararse la máquina y todo está jugado y perdido, el veterano guardián levanta campamento y vuelve a casa.
Un ordenanza entra entonces en el templo y apaga por primera vez la luz. No se sabe qué pasa en una redacción a oscuras. No tenemos testigos presenciales, ni buenas fuentes que nos aseguren que las redacciones se queden realmente ciegas, sordas y mudas alguna vez. Quienes hemos vivido tantos años en ellas, conjeturamos que siguen escuchándose, cuando no podemos oírlas, las voces de los creyentes y la de los escépticos, las discusiones en caliente, los gritos del cierre y los teclados ávidos. Pero no podemos probarlo. Y lo que no puede probarse, no se publica.

lunes, 7 de junio de 2010

Día del periodista

Por John Carlin *

"Toda sabiduría humana se resume en dos palabras: esperar y esperanza."
Alexandre Dumas

LONDRES.-Cualquier reportero, si es honesto, lo reconoce: el periodismo es un oficio indigno. Siempre esperando, siempre suplicando. Deberían incluir en todos los cursos de periodismo unas buenas sesiones de budismo zen para que los jóvenes incautos que piensan meterse en este negocio adquieran las dosis necesarias de paciencia, filosofía, paz espiritual.
El problema es la entrevista, materia prima tan imprescindible para el reportero como el arroz para la paella, el balón para Leo Messi, el peluquero para David Beckham. Sin acceso a la gente indicada para determinada historia, no hay historia. Lo que hay es fracaso, fracaso que pude conducir al desempleo. Por eso, lo primero que se requiere para ser reportero es persistencia, admirable virtud condenada siempre a rozar la humillación. Uno llama o envía un correo electrónico solicitando hablar con alguien. Puede ser el asistente del alcalde de un pueblo de 500 personas, o el gerente de marketing de una mediana empresa de tuberías, o un ministro, o un personaje mundialmente conocido. Lo normal es que no te contesten ni a la primera ni a la cuarta o que, peor todavía, te digan: "Mañana le decimos algo". Llega mañana y no te han dicho nada. Entonces, tomas el teléfono, llamas de nuevo y más de lo mismo. A veces, al final, te dicen que sí y la entrevista se hace; a veces, acabas en nada.
El proceso es así. Pierdes el tiempo, te estresas, te desesperas, quieres matar a alguien, quieres matarte a ti mismo, te preguntas: "¿Por qué, por qué, por qué no le hice caso a mi mamá y me metí en un trabajo como Dios manda?".
Ahora, lo peor, lo peor con diferencia, es ser un periodista deportivo. O, para ser más exactos, un periodista cuyo trabajo incluye la necesidad de acceder a futbolistas de primera. Conseguir una entrevista con un jefe de gobierno o con un líder guerrillero no es fácil, pero es un juego de niños comparado con el calvario de intentar conseguirla con un chaval de 20 años que es millonario gracias a su especial habilidad para patear una pelota.
A veces ocurre que, después del denigrante proceso que acabamos de describir, te la conceden. En tal caso, es perfectamente posible que llegues al lugar indicado a la hora indicada (incluso después de tomar un avión) y te digan: "Perdón, el futbolista ha cambiado de opinión. La haremos otro día". O que, como en el 90%, tengas que esperar una o dos horas más de lo previsto para tu audiencia con el pequeño rey (porque se demoró en la ducha, porque tenía que rematar el partido de PlayStation). Y entonces, al final, cuando por fin has conquistado la gloria de tenerle enfrente, con la grabadora rodando, te transmite sin ningún disimulo la sensación de que podría estar haciendo cosas mejores (otro duelo de titanes en la PlayStation, comprarse otro Ferrari, tocarse las narices en casa). Y después, después de tragarte tanta bilis, el terrible e inevitable desenlace es que no te ha dicho nada que sea remotamente noticia, que agregue una migaja a la suma del conocimiento humano. Como el caso del jugador del Barça que hace una semana nos dijo: "Necesitamos ganar los dos partidos finales para ganar la Liga", pedazo de banalidad que dio titulares (sí, sí, a esto hemos llegado) en prácticamente todos los diarios españoles.
Hay gratas excepciones. Hay jugadores que te tratan como un ser humano. Hay incluso algunos que te dicen algo que vale la pena. Como Benoit Assou-Ekotto, francés del Tottenham, que la semana pasada le dijo a un afortunadísimo periodista inglés que su principal lealtad no era a la camiseta de su club, sino al dinero. "¿Existe un jugador en el mundo -dijo- que firma por un club y dice: «Oh, adoro tu camiseta»? Su camiseta es roja: «¡Me encanta!». ¡Qué va! Lo primero de lo que habla es dinero."
Casos excepcionales como el de este heroico, honesto y suicida francés son los que te animan a seguir en la lucha, a mantener viva la llama de la esperanza. Pero al final muere, eso sí. Muere. Y, en ese caso, no le queda más remedio al reportero que huir a la relativa paz del paro, o cambiar de bando (tomarse la venganza contra la profesión de pasarse al equipo de comunicación de un club de fútbol) o, cuando el desgaste ya ha sido demasiado y la energía y la paciencia se han agotado, encontrar la salvación en la prejubilación periodística del escritor de columnas de opinión

*John Carlin (http://www.johncarlin.es/) es un periodista inglés que actualmente escribe para el diario El País, de España, y es autor del libro "El factor humano", sobre Nelson Mandela, que inspiró la película de Clint Eastwood "Invictus". Publicado el 7 de junio de 2010 en La Nación.